La historia es simple, un agente del FBI infiltrado tiene que torturar al contable de su jefe, el capo más importante de EE.UU. al que llevan años sin ver. Además el padre del agente es el director de FBI (muy creíble este punto de la trama, nótese ironía). Pero este buen agente tiene remordimientos y va al psicólogo, donde habla de la relación con su padre y con su novia, además de la carga que le produce el tener que torturar a un ser humano.

Bien, ahora mismo, a estos datos le unimos vuestra cultura sobre el mundo del celoluide y vuestra inteligencia y ya sabéis: como termina, quien es el malo y quienes están salpicados en el escándalo por mucho que el director, Nolan Lebovitz, intente perdernos constantemente con sus saltos temporales.

¿Los actores? Discretos, muy discretos… solo se salva Fishburne y eso que se pasa más de la mitad de la película encadenado. Los personajes son auténticos estereotipos, tanto tanto que en ocasiones creemos haber visto ya esas muecas, gestos e incluso alguna que otra frase.

Pero lo que realmente mata la película y consigue que no la recomiende absolutamente a nadie (ni a Villa, que le encantan las cintas de espías y espiados) es el final: innecesario, sin criterio… no sé, en plan, “mira que bueno soy que acabo de romper con la pelí” ¿en qué piensan los directores o los guionistas para realizar semejantes majaderías?

Torturado me siento yo tras ver esta cinta, sobre todo por ese final. Mal, muy mal.